Retornar a la brisa y la actividad de
la costa es ahora mismo mi único deseo. Por cada metro que desciendo
camino a mi pueblo adoptivo, aumenta mi ritmo cardiaco en una
pulsación, y se me ensancha más la sonrisa. Solo deseo llegar. No
deseo marchar. Deseo quedarme en mi paraíso, atravesar ya este istmo
que separa mi pueblo natal de montaña, y mi mundo y ecosistema
costero favorito. El retorno a casa. El regreso al sitio que
considero mi hogar, y en el que más me he logrado desarrollar como
persona.
Solo lamento no ser capaz de aunar en
este idílico lugar los placeres y el trabajo. Pero quizás en ello
resida su encanto, en lo efímero de mis tránsitos por él. Y es que
no podría soportar el invierno en mi “hortus amoenus” personal,
ya que, al igual que yo, mis amigos se alejan de este foco de
actividad juvenil para poder retomar sus estudios con una dedicación
plena. Sea como fuere, el deseo de llegar por fin a la costa me va
ocupando ya el pecho. Tres semanas de calma. Tres semanas de amistad.
Tres semanas de olvidar penas, y recuperar fuerzas. Verano, ya estás
cerca. Solo permíteme acabar bien, y poder encontrarme con mis
amigos en nuestro lugar de reunión, entre las olas, los bares, y los largos días tras el solsticio de verano.
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