Hoy me he puesto al día
con unos asuntos que tenía apartados. He pasado de mi lectura
exhaustiva de los periódicos deportivos y he depositado mi tiempo en
la cuenta de Netflix. Si el tiempo es dinero en Momo,
yo estoy forrado en este verano, pues mi reciente esguince de rodilla
me ha recordado lo que es tener tiempo libre en demasía. Aunque,
pensándolo bien, este año no he tenido más que riqueza de momentos
ociosos, y tiempo de observación de musarañas. Así pues, nada
mejor que gastar mis ahorros temporales en la lectura, y en descubrir
alguna que otra serie de la plataforma online. En la lectura estoy
invirtiendo mis ahorros en releer a una auténtica maestra en novela
histórica, McCollough, en paz descanse. Después de fundirme el
primero de su exitosa saga Señores
de Roma, El primer hombre de Roma, ahora me encuentro en
la lectura del segundo tomo, La corona de hierba. Aunque
después de la muerte en el libro de mi estadista romano favorito,
Marco Livio Druso, me ha entrado una especie de depresión por la
pérdida de tan admirable personaje, por lo cual tengo que volver a
reconciliarme con el libro para seguir su lectura. Hasta entonces, me
he refugiado en la visualización de House of Cards, serie que
ha encajado en mis entretenimientos como anillo al dedo.
Extrañamente, paso de
la adoración ante un romano ejemplar e idealista, al hypeo de un
político corrupto, sin escrúpulos, y terriblemente manipulador.
Será debido a que ambos representan al ideal de sus diferentes
realidades políticas. Por un lado un defensor de la reforma
sostenible del Senado hacia la maximización de su rendimiento como
motor de la República romana, ateniéndose siempre al mos
maiorum, y por el otro a un instigador de las artimañas políticas que busca
la gloria interactuando con lobies y con las fragilidades humanas de
sus colegas. Tenemos al defensor de la gloria de Roma, y
al defensor de la gloria individual. A un Martin Luther King romano,
y a un Cayo Julio César americano. A un rey filósofo platoniano, y
a un superhombre nietzchiano. Fascinante que destine mi fondo de
pensiones de tiempo libre a dos personajes que contrastan tan bien.
Fascinante y estimulante.
Me divierte sobremanera
ver a Frank Underwood anticiparse a los hechos. Realmente es un un
fenómeno. Su gran experiencia e inteligencia le hacen ser un pez más
gordo que el propio presidente, pues tiene a su vez una falta de
escrúpulos que da escalofríos. Quizás lo que más me divierte es
ver como juega con la comida. Quizás más que un pez sea una orca.
Los demás personajes que intervienen en la serie me resultan de
momento frágiles pececillos a su lado. Exceptuando a su mujer, que
es tan brillante, sagaz, fría y analítica como él. Da miedo pensar
que pueda existir tal coalición de entes superiores. Ella es incluso
más fuerte que Frank, y goza de un porte y una elegancia que la
convierten, para mi gusto, en el personaje más intrigante de todos.
Espero fundirme la serie
antes del comienzo de las clases, o me temo que tendré que
comparecer ante mis profesores y compañeros con las ojeras
habituales del yonki del Netflix. Aunque esta semana tengo organizada
una partida de mi juego de mesa favorito, República de Roma,
donde, sin duda, me parezco más al señor Underwood que al fallecido
Marco Livio Druso. La falta de escrúpulos es la especialidad de este
jugador al que siempre le dan la facción de los conservadores. Alea
eacta est.
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